lunes, 7 de junio de 2010

Verde púrpura y azul colores de las religiones actuales y pasadas

Carmen preguntó con respecto a la bandera gallega: ¿Puedes alargarte más en la transcendencia del azul en las religiones? ¿Es siempre el mismo azul? ¿de dónde lo extraían?


Verde púrpura y azul colores de las religiones actuales y pasadas. Importancia de los brandaris





Tanto en la liturgia católica como en la de otras religiones,

colores y ritos fueron cambiando con el paso del tiempo, pero a pesar de todo hay tres colores que se mantienen.
Los colores de las tres religiones, cristiana, judía y mahometana son: púrpura, verde y azul.

En la religión católica el púrpura es un color venido a menos, empleándose tan sólo como símbolo cardenalicio y ropa de misa sacerdotal en ciertas celebraciones. Simboliza penitencia y duelo en Semana Santa, domingos de Cuaresma y de Adviento. El color azul está prácticamente desarraigado desde hace mucho, pero todavía se mantiene a trancas y barrancas como el color del manto de la Virgen, principalmente de la Inmaculada Concepción, simboliza la pureza. El verde podemos decir que es el color del tiempo ordinario en la liturgia católica. La regulación de los colores se debe a Inocencio III, 1193-1216, en un intento de asimilar los de las antiguas religiones que tan arraigados seguían en el pueblo.

El azul, en el ámbito celta, todavía se mantiene en la bandera escocesa; te recuerdo: cruz blanca de San Andrés sobre fondo azul. El pabellón naval ruso, de antiguo, es bandera blanca con cruz de San Andrés en azul. De hecho, cuando se quiso recrear la bandera gallega tenía esas características y la marina rusa protestó porque ellos ya la tenían registrada. Para que te hagas una idea de cómo se van superponiendo las cosas, baste con describirte el significado de Jorge: agricultor, el que trabaja la tierra, ¡ya ves tú! San Jorge, santo de gran devoción en Rusia, Inglaterra, Cataluña, Aragón, etc., se representa sobre caballo blanco, armadura blanca y capa azul. Sin embargo, por estos pagos actualmente el caballero que viste de esa guisa es Santiago, claro que en Galicia los gallegos no peregrinaban a Santiago, lo hacían a San Andrés, patrón también de Rusia, Rumania y Escocia, además de cabeza de la iglesia ortodoxa griega. San Andrés, San Jorge, Santiago: Andrés era hijo de pescador y fue el primero de los apóstoles; Jorge, labrador; Yago, el sustituto. No es casualidad que existan 12 apóstoles cuando existen 12 meses, en algunos pórticos verás que hay seis apóstoles altos y seis bajos. Los colores de cada mes fueron antiguamente representados por el color predominante de la vegetación. Por eso la purpúrea violeta es desde antiguo símbolo de muerte y resurrección, por ser una de las primeras muestras de la llegada de la primavera. Si ves alguna casulla blanca será siempre por navidad y festividades incruentas.

El azul de los judíos viene impuesto por Yahvé, más adelante podrás leer las razones.


El verde jade de los mahometanos era el color preferido del profeta, por algo fue el color elegido para la bandera que unificó a sus seguidores cuando conquistaron La Meca, y de ese color son las túnicas que visten los creyentes en el paraíso.

Lo increíblemente curioso, pero no por eso menos cierto, es que esos tres colores: azul, verde y violeta, como tintes duraderos a los que no les afecta ni la luz ni los lavados, tienen su origen en el moco de un animal.



Lo que sigue es un trozo de “Los pastores de pájaros”, novela en la que desarrollo este y otros muchos temas.

Deniz que cavilaba en todo lo que veía, y aun en aquello que tan sólo intuía, a saber porqué, puede que por lo orgulloso que se sentía de su abuelo, se fijó en aquel carísimo manto púrpura, teñido con el tinte extraído de tres tipos de buguinas: la mediterránea y estilizada cañadilla de concha amarillo-agrisada; la del rechoncho busano de color gris pálido con tres franjas pardo-violetas, que gusta de aguas más frescas, empleada básicamente para definir tonalidades de la mezcla de las otras dos y conseguir más brillo; y la thais haemastoma, con sus nudosidades en espiral y su boca rojo-anaranjada, que sabía era abundante por todas partes, desde el Mediterráneo hasta las frías aguas de Bretaña. Los bretones la seguían pescando para exportarla a los fríos y apartados países escandinavos, donde tan apreciado era el tinte que de ella se sacaba para mejor fijar el mismo color extraído de animales o vegetales, principalmente de la cochinilla de Polonia y de ciertos líquenes.

El preciado tinte non era otra cosa que el moco de esas tres buguinas, que al principio es de un blanco transparente, pero después de teñida la tela, al contacto con el aire y con la luz del sol, se vuelve verde jade, el color de los mahometanos; un poco más al sol y se vuelve púrpura, y exponiéndola hasta su total secado vira al azul de los judíos. ¡Hete ahí, los tres colores de las tres religiones! Había sido tal la codicia por aquel tinte que la cañadilla y el busano estuvieron en un tris de la extinción. Además de por el estaño, fue esta una de las razones por la que los fenicios se acercaron a las costas gallegas. Las templadas aguas de las rías eran un hervidero de dos de aquellas conchas: el busano y la thais haemastoma, y puede que de la cañadilla, pues en aquellos tiempos, 3.000 años ha, el clima en su recorrer de meses estelares era más propicio. Nada que ver, como le había contado su abuelo, con el clima actual, y mucho menos con el que hubo en la costa gallega, desde Lisboa hasta el Ortegal, hacía 15.000 años.

Se había producido por aquel entonces de manera masiva el retroceso de los hielos en montañas y océanos del septentrión, y tanto subió el nivel del mar en las costas del mundo entero que las gentes que habitaban las orillas de los mares tuvieron que dejar sus casas sumergidas y recrearlas en las cimas de los montes. Había parido aquella hecatombe la infinidad de leyendas de las ciudades sumergidas que todos los pueblos cuentan por doquier. Paradójicamente aquella subida de temperaturas no repartió el calor por igual, y en el noroeste de Iberia hizo más frío que durante el apogeo de los hielos, hacía 25.000 anos; pues por el gran mar del poniente, a lomos de sus corrientes, en pleno retroceso de los glaciares, se habían acercado a las costas gallegas grandes islas de hielo, que habían hecho que a la tierra gallega le castañeasen los dientes; mientras que en el resto de los países celtas, desde Bretaña hasta las tierras más norteñas de Suecia y Noruega, gozaban de buena temperatura.

Cuando ya no quedó en los mares del norte hielo que derretir, hacía 5.000 años, llegó la gran sequía de Tauro, que obligó a muchos pueblos meridionales a olvidarse de la caza y del pastoreo de las aves, para dedicarse a la agricultura y al pastoreo de secano; tórridos calores sufrieron los países sureños, por el contrario, tiempo de bonancible verano que duró más de 3.000 años para el pueblo celta. Fueron años de bonanza y grandes migraciones, puede que las propias cañadillas también hubieran emigrado del Mediterráneo en busca de aguas menos cálidas; lo importante es que, fuese por sobreexplotación o por el cambio de clima, de la escasez de las buguinas en el Mare Nostrum y de la importancia de aquel color daba fe el que tan sólo César fuese autorizado por el Senado para vestir un manto púrpura, cuando y como quisiera, pues antes y después de él tan sólo, como toga triumphalis, les era autorizado a los generales victoriosos el día del desfile. Hasta Domiciano, que por sus propios cojones se atribuyó la potestad, ningún emperador había osado llevar aquella toga a diario. Nerón, bajo pena de muerte, prohibió, incluso a quien pudiera comprarla, el vestir sin permiso ropa teñida con púrpura de Tiro. Los altos magistrados llevaban teñida de ese color una pequeña franja en su toga y los ciudadanos romanos se distinguían de los demás habitantes de Roma por llevar en su ropa una finísima raya púrpura.

La anécdota que más y mejor hablaba de la importancia de aquel color era la de Alejandro Magno, aquel que había honrado la tumba de Aquiles mientras su amigo y amante Hefestión lo hacía con la de Patroclo, pregonando de este modo a los cuatro vientos su amor por aquel, por el que luego mandó crucificar al médico Glaucias por non haber sabido atajar la dolencia de su amigo. En su entierro, no encontrando Alejandro nada más caro ni a su bolsillo ni a su corazón, como culminación del máximo homenaje posible, había mandado entoldar con púrpura la pira funeraria de su gran amor. También dejó poso histórico de la magnificencia de aquel color la nave desde la que Cleopatra había contemplado la batalla de Actium, pues el velamen de su nave púrpura era.

En la Iglesia seguía siendo el color de los cardenalicios, y los sacerdotes tan sólo empleaban ropas rituales de ese color en ciertas fechas, teñidas con el liquen orchilla de montaña o con la orchilla de los cantiles marítimos, consiguiendo de ellas la púrpura de los pobres de la que ya nos había dejado noticias Dioscórides. Los más pudientes de entre los sacerdotes las comprarían teñidas con kermes, tintura rojo-escarlata extraída de unas bolitas del tamaño de un guisante, que se encontraba en algunos tipos de roble, principalmente en el carrasco rebollo. Su abuelo le había dicho que aquella bolita la hacía la hembra de un insecto, paradigma de la maternidad, pues después de poner los huevos pegados a su vientre, los protegía enrollándose y dejándose morir para que cuando eclosionaran sus hijos pudieran servirse de ella como comida; de este modo, y no de otro, es la naturaleza de la tal cochinilla. Para conseguir la tintura era suficiente con pulverizarlas y diluirlas en agua. Para la Iglesia, ¿puede que respetando antiguas tradiciones? ¡Seguro que sí! Era el color de la penitencia, del perdón y la reconciliación. ¿Es que cabía alguna duda de que lo que allí estaban haciendo tan sólo era una reminiscencia del pasado?

Sabemos por Aristóteles que valía un gramo de tintura diez o veinte veces su peso en oro, y en el tiempo de César, costaba una toga teñida de tal modo el jornal de toda la vida de un funcionario medio. Nada extraño sabiendo que para conseguir dos gramos de colorante hacían falta 20.000 buguinas, que únicamente teñían un metro de tela. ¿De dónde vendría la simbología de aquel color? No podía ser por lo caro que era, pues aunque no se fijaran tan bien y permanentemente a las telas, había otros modos más baratos y fáciles de teñirlas de aquel color, por ejemplo con la hierba rubia o granza, con las orchillas, con diversas cochinillas de distintos árboles y arbustos; incluso con sangre y distintos minerales se conseguía aquel color. Tan fácil era dar el pego en el color, que no en sus propiedades, que ya Salomón se vio en la obligación de perseguir a los falsificadores que empleaban el índigo para teñir sus telas y luego venderlas como púrpura de Tiro.

La leyenda, transparentando la verdad, contaba que había sido Hércules, también llamado Merkarth en fenicio, y su novia Tyro, quienes un día paseando por una playa de Iberia, vieron como el perro de Hércules de una dentellada partía en dos una cañadilla, y observando Tyro que le quedaba la boca de un hermoso color morado le dijo a Hércules que, mientras no consiguiera para ella una túnica teñida de aquel color, de nada le iba a servir que la cortejara. El pobre Hércules tuvo que reunir cientos de miles de aquellos bichos, pero claro era Hércules, y no iba a dejar que se le colase entre los dedos aquella hermosura por trabajo tan fútil. La única verdad en todo aquello era que desde la antigüedad el paño teñido en la fenicia Tiro y en la rayana tierra de los canaanos era el de más fama. Por algo Canaán significa tierra de la púrpura.

También había quien decía que en esa tintura estaba basada la leyenda del vellocino de oro y puede que no fuesen desencaminados, pues del tal cordero se decía que era hijo de Poseidón, el dios del mar, y de la ninfa Néfele, ¡bien cierto que la buguina carnero es!, puesto que, a modo de cuernos, no le faltan múltiples protuberancias alrededor de la concha, ni las dos de la cabeza cuando la echa fuera. Ciertamente a él le gustaba más aquella idea del vellocino que la del vellón de carnero echado en el lecho de un río aurífero, para que en él fueran quedando las pepitas y después de secado, recoger del suelo las que cayesen al sacudirlo. Puede que el becerro de oro de los israelitas tuviera mucho que ver; puede que aquel pueblo no anduviese tan perdido por el desierto del Sinaí, cuando por falta de trabajo, por la presión del pueblo egipcio, un primer grupo encabezado por Moisés, los más parias de los judíos, salieron de Egipto; puede que en la otra ribera del mar Rojo hubiese aquellas buguinas u otras de características similares, y el pueblo de Yahvé olvidara sus primordiales obligaciones del pastoreo, para dedicarse al lucrativo negocio del teñido de telas elaboradas con la lana de sus ovejas. ¿Tendría algo que ver todo aquello con la adoración del becerro de oro?

¡Sí! Su abuelo, aun non perteneciendo al estatus establecido, era importante, muy importante, y no tan sólo por lo que costara aquella amplia toga que ciertamente estaba teñida con moco de buguinas.

Ahora que con remiendos cogidos de aquí y de allí se estaba haciendo un traje, que tan sólo le serviría como práctica de aprendiz de sastre en el campo de las ideas, recordó que en el Talmud se decía que el argaman, palabra judía que los griegos tradujeron por purpúrea, se obtenía de una criatura marina viva que no tenía huesos y cuyo cuerpo estaba rodeado de una concha.

Cuando Dios le habló a Moisés, entre otras muchas cosas le dijo: “dile a mi pueblo que en las borlas de las esquinas de su ropa incluirán una torcedura de lana azul cielo, así lo harán por todas las generaciones, esa será vuestra identificación entre todos los pueblos, y cuando las veáis recordaréis los mandamientos de Dios y los guardaréis sin dejaros arrastrar por el corazón y los ojos”. Aquel color, estaba claro, era del gusto de Yahvé, pues cuando les dio las instrucciones para la construcción del templo también les hizo saber sus preferencias: “me haréis un tabernáculo con las paredes pintadas cual cielo azul, cual idílica agua de lago, si así lo hacéis moraré entre vosotros”. Ciertamente aquel color también nacía del mismo moco, pues la tintura violeta carmesí, si se expone al sol hasta su total secado, vira a ese hermoso azul.

¡Por cierto! Aquella vez que su abuelo le había hablado de China, le había contado que a su capital los propios chinos la llamaban la Ciudad Prohibida púrpura y a su palacio imperial la región púrpura. También para ellos era el color simbólico del cielo y del emperador, y lo mismo que para griegos y romanos, una estrecha franja en su ropa era el color que identificaba a los administradores de justicia en aquel apartado país.

Puede que su abuelo y la Biblia tuviesen razón en cuanto a que el origen de la humanidad era uno, algo de eso debía de haber, pues sino no se entendería semejante serie de coincidencias, que a nada que uno rascase emergían por todas partes. Puede que aquel libro no mintiese cuando decía que hasta la construcción de la Torre de Babel todos los pueblos usaban la misma palabra para las mismas cosas. ¡Puede!, ¿tan sólo puede? Quizás aquel color en China tan sólo era una de las reminiscencias del pueblo de los pastores de pájaros que por allí habían llegado, aquellos a los que los orientales llamaron cans roig.

Según su abuelo, el mejor empleo que se le había dado a aquella tintura había sido la de utilizarla como tinta para escritos, dibujos y pinturas; y no tan sólo por su colorido, más bien por su perdurabilidad a las inclemencias del tiempo, y al tiempo mismo, incluso al agua salada. ¿Con qué si no estaban pintadas las fauces y los ojos de los dragones de aquellas embarcaciones que tomaron su nombre del griego antiguo y que venía a significar serpiente con cabeza de dragón?, ¡los míticos drakkares vikingos!









lunes, 17 de mayo de 2010

SACRIFICIOS HUMANOS

No se sacrificaba al guerrero antes de la batalla con la intención de poner de su parte a algún dios que les ayudase en la refriega, pues no adoraban los descendientes de los pastores de pájaros a poderosos dioses idealizados a imagen y semejanza del hombre, sino a las todopoderosas fuerzas de la naturaleza que vivían preferentemente en las plantas; por lo tanto, cuando hablaban los antiguos del poder de sus divinidades tan sólo ensalzaban sus pócimas por encima de las del enemigo.



El guerrero sacrificado era el filtro necesario para que la pócima pudiese ser bebida por el resto de la tribu y aprovechar de esta forma la fuerza, agilidad y valor que otorgaba sin los efectos indeseables para la batalla, como atontamiento, náuseas y visión borrosa.

Como ejemplo puede servir la muscaria que formaba parte de muchas de esas pócimas. En la dosis adecuada dota al hombre de fuerza y resistencia sobrehumana durante unas horas, ¡pero!, tomada en primera ingesta, también produce efectos no deseables en el campo de batalla, como vómitos y visión borrosa. Solución: como el metabolismo humano filtra la muscarina, pero no así el ácido iboténico, bebiendo la orina propia o de otro que ha comido muscaria tendrás exclusivamente los efectos deseados.

Envuelto en toda la parafernalia propia de la circunstancia subía el guerrero al ara del sacrificio drogado y feliz. Ya en el altar, cuando el sumo sacerdote, el chamán, el druida, para comprobar que el efecto de la droga era el deseado, y estaba en su punto álgido en el cuerpo del que iba a ser sacrificado, le hacía diversos tajos en zonas no demasiado sangrantes. Si la víctima ni gritaba ni desfallecía era el momento de un gran golpe en la cabeza que le rompía el cráneo, pero ni así bajaba del séptimo cielo el argonauta mental y la gente podía contemplar como seguía vivo y feliz. Era el momento en el que con un cordel se le apretaba el cuello, con la intención de que al cortárselo la sangre saliese disparada y aquella que estaba en la cabeza se mantuviese en su sitio, pudiendo así el sacrificado seguir consciente por un instante, y la tribu pudiese contemplar todavía vida y felicidad en aquellos ojos mientras ellos bebían su sangre. Ya completamente desangrado sería enterrado con todos los honores, armas y joyas, en el lugar donde las carnes no se pudren, en la turbera cubierta por aguas someras, y, para que no aflorara, empalado su cuerpo en tierras nórdicas con el sagrado abedul que tan amante es del agua; en otras partes, con ramas de roble y donde las había con estacas de tejo, el árbol primigenio del bien y del mal.

Bebida su sangre estaban preparados los guerreros para la gran batalla.


Esto sólo se hacía cuando la propia tribu corría peligro de desaparición, por eso no tiene nada de extraño que la mayoría de las víctimas encontradas se puedan datar en un periodo muy concreto, el del auge de las legiones romanas. Cuando eran ellos los que ponían en peligro a otros pueblos o se alistaban como mercenarios en otros ejércitos, tomaban un brebaje menos potente y no eran necesarios cuerpos de los que beber su sangre, pero no por eso era la pócima de Panoramix mucho menos demoledora. Maceraban ciertas hierbas los vikingos en su orina cargada de iboténico y luego la guardaban en un cuerno que portaban al cinto, tres días les duraba antes de echarse a perder, era su fuerza, era su locura, era la que les mantenía en pie durante mucho rato con heridas que a cualquier hombre tumbarían, por eso imponían, por eso se les temia. Famosa es la historia de los mercenarios celtas que se prepararon para la batalla, y como un poco antes de la refriega los contrincantes llegaron a un acuerdo, ellos, como no tenían con quien luchar, lo hicieron contra las olas. Cuentan que fueron muchos los que allí perecieron ahogados, mientras pasmados los otros guerreros no daban crédito a tanta vesania.

Para leer más ir a Pastores de pájaros.



miércoles, 21 de abril de 2010

LA LEYENDA DEL ÁRBOL ERICA


¿Cómo evocaba Thot aquella parte de la historia? ¡Ah!, podía comenzar por aquello de…


Como todos los pueblos, en las pretéritas tinieblas de la humanidad, vivían los egipcios practicando el canibalismo hasta que Isis, hermana y mujer de Osiris, les enseñó a cultivar el trigo y la cebada y cómo hacer para alimentarse de ellos. Como no sólo de pan vive el hombre, los inició, Osiris, en el arte de cómo y cuándo podar los árboles frutales, el primero de los epagómenos los aleccionó también en el difícil arte del injertado, en el emparrado de las vides y en cómo pisar la uva para luego fermentar el zumo y transmutarlo en la sangre del dios. No satisfecho con esto, para que los humanos se pudieran diferenciar de las bestias, para que el débil no estuviese sojuzgado por el fuerte, ni el tonto por el listo, ni el pobre por el rico, les dictó leyes por las que regirse y no se olvidó de darles alimento para el alma adiestrándolos en la música y en la danza. Pasados unos años, viendo Osiris que su pueblo ya se valía por sí mismo, satisfecho, dejando el reino en manos de su mujer, se echó mundo adelante enseñando a las gentes de otras tierras, y allí donde el clima no permitía unos productos se sembraban otros, donde no se podía elaborar vino, se elaboraba cerveza, o sidra, o…, y sólo cuando consideró que su cometido estaba realizado retornó a Egipto.


El pueblo egipcio que anhelaba su regreso salió a los caminos para honrarle, y su hermano Set y otros setenta y dos secuaces, para contentar al pueblo, acordaron dar una fiesta en su honor, pero nada bueno anidaba aquella camarilla en sus corazones, pues la luminosidad de Osiris hacía palidecer la suya. Como matarlo no podían, con la intención de deshacerse de él, encargaron un fastuoso cofre donde sólo el cuerpo del buen dios se acoplaba perfectamente. Durante la fiesta, los conjurados hicieron saber que regalarían el cofre a quien encajara en su interior. Unos y otros lo intentaron, el mismo Set participó en la pantomima, de esta forma tan artera le tendieron la trampa al confiado Osiris, pues, cuando le dieron la vez, nada más entrar, raudos sus enemigos cerraron el lujoso cofre y lo echaron al Nilo. Esto sucedió en el mes de Athyr, cuando el sol estaba en Escorpión, el día 17 del año 28 de Osiris.


Isis, desesperada, se vistió de luto, se cortó un mechón de pelo y se echó a los caminos en busca de su hermano. Compadecido el dios de la sabiduría le hizo saber que le convenía buscar cobijo entre los papiros del Delta. No se hizo de rogar la diosa y acompañada de siete escorpiones emprendió el camino. Ya en el Delta, la tierra de la diosa Buto, pidió Isis posada a una mujer que por allí vivía, esta al ver los alacranes, espantada, les prohibió la entrada, enojado uno de ellos entró por debajo de la puerta y picó a uno de los hijos de la campesina causándole la muerte. Isis, conmovida por el llanto de la madre, le extrajo el veneno al chiquillo. La mujer agradecida les dio refugio. No tardó Isis en aquel ambiente en parir a Harpócrates, “Horus niño”, pues se había quedado preñada, cuando, sin saberlo, en forma de halcón había revoloteado sobre el cadáver de Osiris. ¡Cómo le recordaba a él todo aquello lo de la Virgen María y su preñez por el Espíritu Santo!


En el Delta, la diosa del norte, Buto, protegió al pequeño de las malignas intenciones de su tío Set, pues quería este hacer con su sobrino lo mismo que había hecho con su padre. Mas por grande que fue el desvelo de su madre y la diosa Buto, nadie pudo evitar que a Horus le picara un escorpión. Fue la desventurada Isis quien lo encontró muerto, desesperada, imploró ayuda a Ra. El todopoderoso escuchó su lastimero llanto y, deteniendo su barca celestial, le envió a Thot para que la iniciara en el conjuro de la resurrección. Hecho el encargo, ascendió Thot otra vez a los cielos para ocupar su sitio en la barca del sol. Mientras todo esto ocurría, el cofre de Osiris, empujado por el siroco y la penetración de las aguas del Nilo en el Mediterráneo, había llegado en su navegar predestinado hasta la costa de Biblos. Allí, donde varó, brotó un árbol erica que al crecer incluyó en sus entrañas el cofre.


Quizás para dejarle intrigado, quizás tan sólo por fastidiar, su abuelo siempre le servía los relatos a cucharadas, y aquel día sin más allí había dejado morir el cuento. Conociéndole era indudable que aquella historia tenía continuidad y como la única razón que movía a su abuelo era motivarle, seguro que se complementaba con otras narraciones que le había contado o le había pedido que leyese, fuese como fuese, aquel día no había conseguido aguijonearle la curiosidad.


No se sentía culpable por no seguir el ritmo que le había marcado su abuelo, pues, cual oca embuchada, había sido un niño sobrealimentado de información y, por lo tanto, jamás había sentido hambre de ella; la había retenido, eso sí; como su memoria era fabulosa, era algo que no le costaba ni lo más mínimo, sin embargo tenía que reconocer que no se había molestado mucho en digerir todo aquel conocimiento, todas aquellas historias le quedaban muy lejos, le interesaba mucho más el mundo que le rodeaba, el momento que le había tocado vivir y mucho más lo que faltaba por venir. Comenzaba a percatarse de que aquellos aparentes cuentos le podían ayudar a entender el presente y puede que hasta el futuro, pues allí estaban las claves del comportamiento humano. ¡Sí!, había llegado el momento de cotejar todo aquello con el tiempo actual. Estaba creciendo mentalmente y todos aquellos conocimientos si los razonaba le vendrían muy bien. Una vez más evocó a su abuelo y en su imaginación, lo recordó con gratitud.


Cuántas veces le había oído decir: la religión es como la corteza que un árbol crea, nada es en sí misma sino la protección de la vida que protege, sea más gorda o más delgada, todo árbol, todo pueblo, dispone de una. Poned a un grupo aislado del mundo, sin ninguna obligación religiosa ni de autoridad, y al poco, esa gente estará estratificada en mandos y guarecida del frío de la incertidumbre con un buen manto de religión.


Le resultaba incomprensible que su abuelo con toda su sapiencia y pragmatismo pudiera pensar así cuando él, paradigma de la ignorancia, era mucho más escéptico, a pesar de todo estaba claro que así pensaba su abuelo, o al menos era lo que él creía que pensaba, porque no le era fácil discernir en su mente qué era de su abuelo y qué de su propia cosecha, pero no había duda, su abuelo, a pesar de tener mucho más conocimiento y discernimiento que él, ¡creía! Tenía fe en cosas, e incluso en un más allá existencial, por lo tanto, toda la parte que él carreteaba de incredulidad, debía ser de su exclusiva propiedad. Ya puestos, qué fácil le parecía en aquel momento, o eso creía, interpretar aquel cuento de hadas si lo cruzaba con las plegarias sin aparente sentido del “Libro de los muertos” egipcio.


Allí estaban todos, la que enfadó a Ra, la infiel Nut, diosa del cielo, la mujer acostada sobre la tierra, ¡madre de todo! Así tiene que ser, pues el hombre nada conoce que tenga vida que no salga de madre. Nut, la madre de todos los dioses, creada a su vez, siempre hay alguien detrás, por Shu, el aire, y Rfenis la humedad, nacidos a su vez de Atum el creador del mundo. Nut era hermana y mujer de Geb, el dios de la tierra, príncipe de los dioses, su ideograma, en el modo de escribir egipcio, era la figura de un hombre con cabeza de ganso, el dios primigenio del paraíso. Según Plutarco, los griegos lo asociaban a su Cronos, dios anterior a sus propios dioses, que había reinado en los tiempos ya pasados de la edad de oro de la tierra, en la época edénica. Sin embargo, aquella relación no era la adecuada, Cronos había matado a su padre Urano, castrándolo con una hoz de pedernal, símbolo inequívoco de un pueblo ya preferentemente cerealista, y Geb era el dios pastoril de las ingentes bandadas de pájaros de los grandes humedales, el dios primigenio de la época de los pastores de pájaros.


Al mismo tiempo que los otros, que no revuelto con ellos, por allí andaba Set, ¡el malo! Su voz era el trueno, el asesino de Osiris, el del rabo bífido, muchos al no saber como definirlo simplemente le llamaban el de la cabeza de perro raro…, a él, nada más verlo en uno de los libros de su abuelo, pintiparada le había parecido aquella cabeza a la de un oso hormiguero.


Había visto por primera y última vez al oso hormiguero en compañía de unos gitanos que todos los años acostumbraban a pasar con un oso pardo, ya tan visto el pobre que los aldeanos lo saludaban por su nombre. Quizás por eso, por muy disfrazado que lo pusieran con aquellas ropas de lunares, ya nadie daba ni una triste blanca por verlo bailar. Renovarse o morir, como novedad habían traído de las yermas llanuras africanas al oso hormiguero. Fuera tal su impacto, que toda la chiquillería de la comarca, incluido él, a cambio de poder verlo de cerca sin necesidad de pagar un dinero que no tenían, sin hormigas habían dejado los montes.


¡Lo dicho!, el bicho era idéntico a Set, a quien los griegos llamaban Tifón. Para ellos era la representación de todas las fuerzas desatadas de la naturaleza, principalmente fuertes vientos huracanados y secos que arrasaban las cosechas. Cobras y escorpiones eran sus atributos.


Set el hombre de Neftis. Neftis, la riada de aguas rojas de la crecida del Nilo, que luego, al bajar, dejaba los fértiles fangos que le servían de tumba a Osiris, por algo se la representaba como mujer con una casa-tumba sobre la cabeza. De aquel fango rebrotaba Osiris como espiga nueva convertido en Horus. Neftis, cómplice de su marido en la muerte de Osiris, pasaba luego a ser la amante del difunto. Era, exceptuando el tocado, gemela de Isis, tanto era así que ni al propio Osiris le era fácil distinguirla de su mujer, tan sólo por su tocado se diferenciaban, pues Isis, diosa de la fertilidad, ya que sobre ella se asentaba la prosperidad, coronaba su cabeza con un trono.


Horus, ¡qué cosas!, en algunos pasajes era anterior a su padre Osiris que no a su madre. En algunos escritos lo daban como el hermano desparejado de los cinco dioses: Horus, Set, Isis, Neftis y Osiris, nacidos en los cinco días ganados a la luna por Thot en una partida de damas. Sin embargo, la cosa estaba clara, pues, como en otros escritos se daba a entender, Horus era anterior a Osiris, pues era el que cuando moría se convertía en su propio padre, que a su vez lo devolvía a la vida; y el halcón, el mejor modo de mantener alejados a los pájaros trigales, era su atributo, por eso gastaba cabeza de tal. Aquella historia estaba cogiendo sentido. En aquel revoltijo, también andaban por allí Shu, el aire, Rfenis, la humedad, y el artero Thot, el hierogramata perfecto: “yo soy Thot, amo de los cuernos de la luna, mis manos son puras y mi letra perfecta; yo aborrezco la iniquidad y desprecio el mal; yo fijo por escrito la justicia divina; yo soy, en verdad, el pincel con el que escribe el dios del universo. Hete aquí que yo expulso las tinieblas y rechazo las tormentas; yo hago llegar hasta Osiris, el ser-bueno, en el momento en que este dios abandona el seno de la diosa que lo trae a este mundo, el aire fresco y agradable que viene del norte. Yo traigo el viento del norte, ese soplo vivificador que vino al mundo de su madre celestial. Yo lo hago entrar en las moradas misteriosas con el objeto de que pueda despertar el corazón, del dios-del-corazón-detenido, ese dios de bondad, hijo de Nut, Horus el invencible“.


Shu, el aire, amante de Nut, que podía ser bueno o malo dependiendo de dónde y cuándo soplase, de si era portador de aridez o de humedad, si era refrescante brisa o fuerte viento. Otro de los amantes de Nut era Thot, hombre con cabeza de ibis, dios lunar, el creador de las cosas e inventor de la escritura, juez que pesa las almas, el demiurgo que consigue en la partida de damas con la luna los cinco días precisos. Él es la inteligencia a favor del hombre, diciéndole cómo y cuándo sembrar, pues no era bueno dejar al capricho de Shu la siembra del grano, que lo esparciría por cualquier sitio y a destiempo, mejor sembrar en el tiempo en que Ra no fuese tan poderoso que asolanase las semillas, ni las aguas del Nilo las llevasen río abajo, o las inundasen durante meses pudriéndolas. En eso consistía el trabajo de Thot, saber leer en los cielos los ciclos anuales y los retrasos de los grandes periodos, que año a año van sumando días hasta llegar a desplazar unos meses por otros, y aún unas estaciones por otras. Pues el mes de Athir, al que Thot se refería en origen, concordaría en el almanaque celeste de las doce casas solares con el mes de diciembre, no con el mes de octubre como actualmente. Teniendo eso en cuenta, a escala humana también había ciclos fijos en el cielo de los que poder fiarse, por eso sabían que en el almanaque celeste Géminis, Tauro y Aries eran los 6.000 años de verano; Piscis, Acuario y Capricornio los 6.000 del otoño; Sagitario, Escorpión y Libra los 6.000 del invierno que traían los hielos, dejando tan sólo habitable la franja central de la tierra en la que reina la eterna primavera: la edad de oro de la que tanto nos hablan los antiguos; Virgo, Leo y Cáncer representan los 6.000 años de la primavera que derrite los hielos y todo lo inunda, volviendo a reinar en la cuna de Hércules las cuatro estaciones. Ciertamente prever todo eso y adaptarlo al día a día era el trabajo de Thot, incluso el de advertirnos que aquel año de veinticuatro mil y pico años tan sólo era un mes de otro que duraba 300.000, en los que cada estación duraba 75.000.

Como había noticias de que la última era de los grandes hielos, que prácticamente cubrían la tierra había terminado hacía 1.300 calícipos, 100.000 años solares, se podía deducir que la era primaveral había terminado junto con el primer mes de verano, estaban pues en el agosto de 25.000 años, en el que como en todo mes se darían las cuatro estaciones, por lo tanto se encontraba el mundo en el ecuador del periodo de los grandes hielos que casi cubrían el planeta. Todo aquello, a escala humana personal, carecía de importancia, puede que ni la mítica calculadora astronómica de Hipardo de Rodas, que hacía más de 1.600 años yacía en el mar de Antioquía, estuviese reglada para predecir los eclipses de tan largos periodos de tiempo y él tenía cosas más prioritarias en las que pensar, así que mejor atar en corto su imaginación y volver al razonamiento sobre el cómo y el porqué el hombre se vio obligado a conseguir el pan con el sudor de su frente.

Las aguas del Nilo, Neftis, por lo que tenía leído, comenzaban a desbordarse a primeros de junio, cuadraba con la aparición de las Pléyades. Por la mitad de julio la gran crecida alcanzaba su apogeo, el doce de ese mes los egipcios festejaban a Geb. ¡Pues claro!, los lugares inundados se llenaban de pájaros acuáticos; de ahí su ideograma, vestía el dios su cuerpo con verdes algas y coronaban su cabeza una pareja de ocas, Geb, el hijo de Shu que con el tiempo había delegado en Osiris su autoridad sobre la tierra. Cerca de un mes está la riada que ni sube ni baja, hasta diciembre e incluso enero no vuelve el río a su cauce normal. Según las aguas iban bajando, Isis, la diosa de los infinitos nombres, el emblema de animales y plantas, llorosa, enlutada en su efigie de cuerpo de mujer, cabeza de vaca y sol entre los cuernos, araba los campos donde su hombre, su hijo, su hermano, era sembrado para que con la venia de los cielos volviese a renacer. Esto se hacía en el mes de noviembre y diciembre, en el mes de Athir, que es cuando Set, también llamado Tifón, representación de las fuerzas negativas de la naturaleza, en complicidad con los 72 de la corte, o sea con las 72ª partes de cada día de los 360 días lunares, metían a Osiris en un cofre. Por supuesto el último lugar en ser sembrado era el Delta, por lo tanto el último en ser segado.


Era Buto, la diosa del norte, por donde entraban los vientos frescos que con su humedad vitalizaban a Horus ya nacido; vientos, que mientras duraban permitían además navegar a vela corriente arriba por el Nilo. La ciudad principal del Delta era Buto, su nombre en egipcio Per-ut-cho, cuyo significado era la casa de la diosa Utcho, figura de serpiente con corona roja, ama de cría de Horus, ¡y no iba a ser el ama de cría!, siendo el único cobijo fresco y con agua en los áridos meses de la canícula. A pesar de todo también hasta allí llegaba Set reclamando lo que era suyo, un espacio para que sus animales pudiesen comer y beber. Qué fácil de comprender, ¡ahora sí!, Set, el pastor domesticado, el pastor substituto, el pastor labrador, el que ya no rifaba con los agricultores, el que convivía con ellos, el que pastoreaba sus animales en los campos de cereales después de la siega, aprovechando de este modo al máximo los campos. ¿Es que no seguía siendo así? Por eso su cabeza lo mismo representaba un oso hormiguero, que un burro con cuerpo de serpiente, que un cerdo o un perro. Diablo para los egipcios cerealistas, dios bendito para los pastores.


Los judíos, por más sencillo lo contaban mejor, lo reducían a la lucha de Caín y Abel, labrador y pastor, muerto este, Adán y Eva tuvieron a Set. Set en griego significa substituto, claro que no fue así tal cual, pues Abel era exclusivamente pastor y Set pasó a ser el pastor complementario con la agricultura. ¡Mira tú que cosas!, siempre depende del color del cristal.


Entre egipcios y judíos se intercambiaban los roles del bueno y del malo, pues los judíos, pueblo predominantemente pastoril, tenían por bueno a Abel y por malo a Caín. En el Bajo Egipto, los egipcios predominantemente agricultores, tenían por malo a Set; sin embargo, en el Alto Egipto, que eran preferentemente pastores lo adoraban junto a su otro dios predilecto Cmun, cabeza de carnero. Ni cuando se alcanzó la unificación por la fuerza de las armas fue fácil la incorporación de Set. Tan sólo las leyes dictadas por Thot, aunque descaradamente favorecían a los labradores, al no olvidarse de los derechos de los necesarios pastores, consiguieron imponer una frágil y conveniente paz entre ellos.


Como los pastores, yendo de aquí para allá, ni se plantean tener casa estable y mucho menos palacios, a la administración, por ser más fácil de controlar a la gente y sus bienes, siempre le convino más el sedentarismo. En aquella historia y en el libro de los muertos estaba reflejada la eterna lucha entre labradores y pastores. Allí se explicaba todo, Isis y Neftis, esencia vital intangible que está en el aire y en el agua, cómo cultivar los cereales, cómo cuidar el grano, cómo incluso defenderlo de sus enemigos aéreos, terrestres y subterráneos, y además cómo compatibilizar la agricultura con la ganadería.


El mismo Jesús había nacido en Belén, Bethlehem, literalmente la casa del pan. En la Última Cena les dio a comer pan y vino a sus discípulos diciéndoles: “comed y bebed, este es mi cuerpo esta es mi sangre.“ No era una metáfora, ahora entendía que era algo literal.


El mes de Athir, o mes de Deméter para los griegos, o mes de la siembra para todos ellos: Isis, Cibeles, Afrodita, Deméter...


Bien seguro que todo aquello era obra de Thot: “Ordené a Shu que alumbrase tu cuerpo, sus rayos alumbran tu camino, mediante el verbo de potencia de su boca destruyó el mal que se asía a tus miembros; pacificó los dos Horus, esos dos hermanos combatientes, rechazó las tempestades y las inundaciones, mediante la paz que reina entre ellos, gracias a Horus y a Set, así como las dos tierras, se afanan por serle agradables, consiguió apaciguar la cólera que encendía sus corazones y los amigó”


¿Y qué decir de aquel otro capítulo, en el que se podía leer cómo engalanar el lecho funerario? “¡Salve! Tú eres puesto en pie por Anubis, el gran solitario de los oteros de poniente... Él te devuelve la energía y vuelve a poner en orden tus vendas mortuorias. Mientras que tú entras en la región de la vida, Osiris hace reinar la noche. Una diadema de resplandeciente blancor es fijada en tu frente. Tú eres Horus en persona, en verdad, el hijo de los dioses, Osiris que te engendró, Path que te modeló y Nut que te trajo al mundo; a ti, un ser de luz, semejante a Ra, cuando al emerger en el horizonte sus rayos alumbran las dos tierras. Los dioses te hablan. Te dicen: ¡ven pues, y mira todo lo que te pertenece en tu mansión de la eternidad! He aquí la diosa Rennut, heredera y primogénita de Tum. Ella te recomienda a las jerarquías del cielo... ¡Yo soy el heredero de los dioses, en verdad! Yo soy igual al gran dios que genera la luz del día. He aquí que salgo de las entrañas del cielo, y que por segunda vez vengo al mundo…, vuelvo a ser niño, criatura sin padre, un párvulo acabado de nacer... Llegado el momento nadie podrá impedirme que responda a las cuestiones que se me hayan propuesto”.


De todo aquello podía extraer dos cosas a cual más sorprendente, una: un niño sin padre, no huérfano, ¡no!, sin padre, igualito que Jesús. Dos: aquella frase a la que jamás, hasta a aquel momento le había encontrado sentido: “Una diadema de brillante blancor es fijada en tu frente” ¡Qué razón tenía su abuelo cuando decía que todo era fácil de entender! ¿Acaso aun hoy para que la simiente no se eche a perder y, luego en la tierra, esté protegida de enemigos mil, no se sigue introduciendo la semilla en agua con cal, y después se extiende al sol y al aire seco para librar al grano del moho que de otra forma lo pudriría? ¿Cuántas Hierápolis había? Hierápolis, ciudad sagrada, ¡cientos! ¿Qué tenían en común? Un estanque, una laguna, una fuente. ¿De qué características? Los frigios tenían su capital al pie de una cueva de la que manaba una fuente de aguas ricas en cal y en ácido carbónico; los sirios también tenían su estanque sagrado con aguas de características semejantes dedicado a Atargatis, su diosa de la fertilidad.


Allí estaba la razón de ser de la religión egipcia, judía, cristiana y toda religión que por el mundo hay, la adoración a todo aquello que le permitió a la humanidad echar raíces, crecer y multiplicarse: la agricultura.


De todas formas, ¡cómo enmarañaba la historia el tal Thot! ¡Qué poco habían cambiado las cosas! Como en todo tiempo y lugar, allí estaban los escribas de los templos, adulándose a sí mismos más que a los propios dioses. Sonrió como nunca jamás recordando la primera vez que se había percatado de algo obvio sin que nadie se lo contase o le formulase pregunta alguna a la que él tuviera que buscar respuesta.


Era él muy niño cuando a saber por qué inoportuna urgencia su abuelo había tenido que salir en plena noche dejándole solo en la palloza. Al poco de marcharse cayó en la cuenta de que faltaba uno de los gansos, como sabía que la domesticada ave, por la cuenta que le tenía, no andaría lejos, decidió salir a buscarla. Era una de esas noches que por no verse no se veía ni la noche, por si no fuera suficiente, el viento helado, en vez de bramar, silbaba, así que cogió una candela que había sobre una palmatoria y la encendió. A saber de dónde le había venido la ocurrencia, sin pensarlo dos veces, para que no se apagara la llama con el viento, le había puesto de sombrero uno de los matraces que su abuelo tenía para hacer ciertas mixturas. Al ver que la alianza entre su inteligencia y el matraz les permitía a él y a la llama reírse de la fuerza del viento, satisfecho de su ocurrencia, se infló de contento. Sin embargo, al poco vio como la llama iba cambiando de color, palideciendo, achicándose hasta morir. Atónito, entró en casa y repitió aquello una y otra vez y siempre acontecía lo mismo.


Estaba pasando algo y él quería saber. Cogió la vela, la encendió y se metió dentro de una artesa, tan bien hecha que aun que la echasen al agua no colaría ni gota; al cabo de unos minutos la vela se apagó y notó que le comenzaba a faltar la vida, como cuando se sumergía demasiado tiempo en el río. Abrió todo sofocado y le bastó con una aspiración de aquel aire libre para recuperarse. En el río era obvio, si se sumergía en el agua demasiado tiempo, se ahogaba de tanto beber, pero allí no había agua, ¿qué pasaba? Repitió el experimento unas cuantas veces y no era capaz de llegar a ninguna conclusión, hasta que se le ocurrió meterse dentro con un abanico, así podría comprobar al abanicarse si el aire que con él quedaba encerrado se consumía todo, o qué pasaba. Como al abanicarse, a pesar de sentir la brisa en la cara, de igual manera se ahogaba, se dio cuenta de que en el aire había algo concreto que sustentaba la vida que no era el aire mismo, y que, tarde más o tarde menos, esa sustancia según se va consumiendo, dependiendo de lo grande que sea el sitio en el que te encierres, acaba por terminarse. De algún sitio manaba aquella esencia vital que se diluía en el aire y permitía vivir a los animales. En los días siguientes, para ver hasta dónde podía llevar aquel experimento, dado la vuelta sobre una tabla, sin necesidad de vela, dentro del matraz metió un pájaro y comprobó que sin que nadie le hiciera nada se había ido apagando hasta morir; posteriormente lo hizo con plantas y aunque el resultado tardaba más, después de sudar, también se morían, era evidente que las plantas también respiraban la misma energía vital, hija de los espacios abiertos.


Si él siendo niño se había percatado de aquello, los antiguos seguro que también, y ellos, como él, buscarían más ejemplos, los había por todas partes, incluso el fuego necesitaba de aquella esencia que estaba en el aire, pues sin ella se apagaba sin remedio. Por eso, cuando uno quería encender un fuego o avivarlo, era bueno soplarle o abanicarle para que le llegase más cantidad de aquella energía, sólo cuando el fuego era pequeño un exceso de aire lo mataba. Había llegado a la conclusión de que ocurría así porque era más de lo que podía beber, igualito que si a un niño le haces beber lo que es capaz de beber un adulto, ahogaría. ¡Ahogar!, eso era lo que se decía si dejabas el fuego sin aire o lo apagabas por un exceso. Incluso para elaborar carbón, que conservaba el poder calorífico de la madera y lo potenciaba, necesitaba entrada y salida de algo de aire. En su elaboración había que estar muy atento a que por un exceso hiciera llama o por defecto se apagase; si se hacía bien, allí, en aquellos carbones, se concentraba toda la energía que la madera había consumido a lo largo de su vida, desapareciendo tan sólo una parte de su cuerpo mortal, quedando reconcentrado en los restos el espíritu de la diosa que le había dado la vida. ¡Vaya! Allí estaba la respuesta a otra de aquellas historias que habían conseguido intrigarle.


Cuando Osiris, encerrado en el cofre, flotando en las aguas del Nilo, llegó al mar, y luego, gracias a las corrientes del Mediterráneo, y al soplar del Siroco, llegó a Biblos, en el sitio que varó, nació un árbol erica que según fue creciendo lo cobijó en su seno. ¿Cómo seguía la historia de su abuelo? El rey de aquel país, ignorando que el cofre contuviera el cadáver de Osiris, fascinado por aquel gran árbol, lo mandó cortar para que sirviera de columna central de su casa. La noticia llegó a oídos de Isis que rauda viajó hasta Biblos. Nada más llegar, humildemente se sentó al lado de un pozo donde lloró los siete llorares. Con nadie habló hasta que aparecieron las sirvientas del rey. Las saludó amablemente y, ganada su confianza, diligentemente peinó sus cabellos exhalando sobre ellas el maravilloso aroma de su cuerpo divino. Cuando la reina contempló el maravilloso trabajo de las trenzas de sus doncellas, y olió la suave fragancia que de ellas emanaba, sin dilación envió a buscar a la extranjera y con grandes honores la recibió en su casa, designándola ama de cría de su hijo pequeño. Sin embargo, no fueron las cosas como la reina tenía previsto, pues Isis dio de mamar al pequeño el dedo que no el pecho y por la noche encendió en él todo lo que en el niño era mortal, mientras ella misma, metamorfoseada en golondrina, lloraba lastimosamente, revoloteando alrededor del pilar que contenía el cadáver de su hermano. La reina que vigilaba, al ver a su hijo entre llamas, comenzó a gritar impidiendo así que llegase a alcanzar la inmortalidad.


Se mostró entonces la diosa como lo que era y pidió la columna que sostenía el techo. Se la dieron y, abriéndola, sacó de su interior el cofre, de tal forma lo abrazó, se quejó y lloró que el menor de los hijos del rey, allí mismo, se murió del susto. Ya calmada, rodeó el tronco del árbol con un lienzo fino y lo ungió, devolviendo el madero a los reyes. Honrados por tal distinción, los jerarcas colocaron el tronco en un templo que dedicaron a Isis, y allí fue adorado por el pueblo de Biblos hasta el día en que esto fue escrito. Después de despedirse, Isis puso el cofre en una embarcación y, acompañada del hijo mayor de los reyes, navegando, volvió a Egipto. En cuanto estuvieron solos en alta mar, abrió el arca y acercando su cara a la de su hermano, la besó y lloró. El niño que con ella iba, se acercó cautelosamente por detrás y vio lo que estaba haciendo. Cuando ella de improviso se giró, el niño no pudo soportar su irritada mirada y murió. Algunos piensan que esto no sucedió tal cual, sino que cayó al mar y se ahogó. Así es como lo contaban los egipcios en sus banquetes bajo el nombre de Maneros.


Si uno no se dejaba emborrachar por las palabras, qué fácil era de entender. En vez de darle a mamar del pecho, le había dado a lamer el dedo, la vitalidad de Isis le hubiera convertido en cenizas, así, en pequeñas dosis, tan sólo le había quemado parte de su envoltura mortal. Los egipcios comerciaban con Biblos. Como era sabido, era su puerto de referencia para el comercio con toda Asia Menor; estaba claro, los egipcios carreteaban en barcos a Osiris y a cambio traían algo importante de lo que carecían: el mejor carbón vegetal que hay, el de el árbol erica, el de la simple retama, el más adecuado para la forja por su poder calórico. También había traído Isis, al hijo mayor de aquellos reyes, ¡faltaría más!: el cedro, madera de construcción, madera para sus barcos, madera para sus palacios, madera para sus templos.


La raquítica retama era la columna que aguantaba el techo del palacio de aquel reino, la que después de hecha carbón era grande por su valor comercial, que no por su envergadura. En aquel país, habían aprendido a hacer el mejor carbón vegetal, el de más poder calorífico. Siendo los productores de ese carbón, nada tiene de particular que los ipsos o hititas fueran los primeros en fundir el hierro. Aquel carbón, ayudado por el fuelle que concentraba la esencia de Isis, alcanzaba temperaturas tan altas que fundía las piedras más duras: las de mena de hierro, que en un principio emplearían para hacer las paredes de los hornos de fundición de otros metales ya conocidos. ¡Como todo!, era más fruto del azar bien aprovechado que de una búsqueda de lo que no se sabía que existía. Y también allí, siempre presente, la sempiterna Isis, la esencia vital que en pequeñas dosis hacía posible aquel fenómeno. ¡Qué hermosa la figura!, en vez de darle el pecho, darle a chupar el dedo. ¡Qué modo de datar el tiempo idóneo para hacer el carbón!: cuando las golondrinas volaban por aquellas tierras. Todo estaba allí, sencillo, hermoso.


Ya en Egipto, mientras va en busca de su hijo, deja Isis el cuerpo de su amado escondido en el Delta. Set, que por aquellos lugares anda de caza, descubre el cuerpo, furioso lo despedaza, dijeron unos que en 14 partes, que si en 26 dijeron otros, y las tira al Nilo. Isis, desesperada, comienza una nueva búsqueda acompañada de su hermana y, trozo a trozo, va recuperando el cuerpo de su bien amado. En cada lugar ordena erigir un templo, pero no encuentra el órgano reproductor de su marido, porque este ha sido comido por los peces, dicen unos que si por el mújol, pez marino que en determinada época del año sube por el Nilo en grandes bancos; otros que si por la perca del Nilo; los de más allá, que si por el oxirrinco, por cierto, con boca atrompetada, ¡mira tú que si esa fuera la explicación de la trompa de Set!, quizás por eso así se llamaba la ciudad natal de Set, Oxirrinco, en el Alto Egipto. Lo que estaba claro era que aquellos peces, por ser de las especies más abundantes y prolíficas, lo eran por haber comido el miembro de Osiris y, aunque en distintos periodos y distintos lugares habían sido considerados seres impuros, formaban parte de la rica y variada alimentación del pueblo. La realidad una vez más era aplastante, eran tres especies que en distintas épocas del año eran muy abundantes y tal proliferación sólo se podía explicar por la fertilidad otorgada al haberse comido el falo del dios Osiris. De hecho, el oxirrinco, era tan importante para ellos que lo consideraban el cordero del río, de ahí sus atributos de cuernos cabrunos. La época, el mes de gran abundancia era tan importante que le habían atribuido un signo zodiacal, capricornio. Para otros pueblos sería otro mes, sería otro pez, sería el salmón, sería la lamprea…


No había tenido problema Isis por la falta del órgano reproductor de su marido, la diosa de la magia, de un trozo de madera, hizo un falo al que le dio vida. Cuánta retórica para describir el plantador que permitía enterrar el grano a la profundidad adecuada en los más primitivos tiempos, el que tiempo andando se había convertido en arado tirado por ella misma. Pero la historia continuaba. Llegó Horus a la mayoría de edad y buscó a su tío para vengarse, fue una lucha encarnizada en la que Horus perdió un ojo, lo recupera y se lo ofrece a Osiris, y este resucita; pero por muy encarnizada que sea la lucha Set no puede ser vencido, porque su poder es irreductible. Viene a terminar la historia contándonos que no hay héroes ni villanos, que lo mejor que podemos hacer es aceptar el poder de las fuerzas de la naturaleza, contra las que el hombre puede luchar pero jamás vencer, que lo inteligente, después de estudiar sus ciclos, es amoldarse a convivir con ellas.


Le estaba cogiendo gusto a aquello de razonar lo aprendido, tenía que leer la copia que le habían enviado en custodia a su abuelo de los catorce volúmenes del “Corpus Hermeticum”, que Cósimo de Médicis le había encargado traducir a Marsilio Ficino: la nueva biblia de los que querían ir más allá del creer a ciegas, atribuido al mismo Hermes Trimegistro.

EXCALIBUR



EXCALIBUR




Froilán quiso hablar pero en aquel momento, la vanidad, aquel mal del que él normalmente no padecía, hizo que la lengua se le ahogase en saliva y cuando quiso moverla, por las comisuras de su boca abierta salieron blancas salpicaduras y caudalosos hilillos de espumosa baba. Avergonzado por el poco dominio que en ocasiones tenía de sus sentimienos, tragó y después de limpiarse con el antebrazo farfulló:

─ Tendremos las mejores espadas, cada uno de nosotros será dueño de una Caledfwlch.

─ ¿Querrás decir Excalibur? ─Dijo con sorna el de Lemos─

─ Excalibur, la liberada de la piedra, Caledfwlch, espada centelleante, esos y otros muchos nombres tiene, pero sólo una realidad.

─ Froilán, por favor, no te discutiré que tu padre sea un buen herrero, tanto que tu amor filial te lleve a compararlo con Vulcano, pero de eso a que haga mejores espadas que la que mi padre me regaló, permíteme que lo dude.

─ Ninguna has tenido ni tendrás que se le pueda comparar.

─ Aunque el mérito fue mío, sin ti me hubiera sido imposible cobrar el jabalí, y yo esas cosas jamás las olvido, tengamos pues la fiesta en paz. De verdad, ¡créeme!, no necesitas esforzarte para tener mi respeto.

─ Nadie me ha escuchado jamás decir algo que no sea cierto. ¿Por qué iba ahora a decir algo que no lo fuese?

─ Está bien, aunque no sea más que por las magulladuras y dentelladas del gran Torc, el gran jabalí sagrado, que nos han hermanado, ¡sea!, te seguiré la corriente, ─aquí, el de Lemos, con esfuerzo por falta de costumbre, esbozó una sonrisa cómplice, evidenciando que estaba dispuesto a escuchar la retahíla de tonterías que un montañés palurdo tuviera a bien decirle─ aunque te advierto, no aceptaré ni bajo juramento, que tu padre sea la reencarnación de Lug, dios del conocimiento y las artes incluida la forja, pero no pondré pegas a que sea la reencarnación de Goibhniu, el herrero por excelencia del pueblo celta. Cuéntame, ¿qué viene luego?, ¿para demostrar que somos dignos de esas espadas tendremos que desnudarlas de la piedra en la que tu padre las envaine?

Froilán, incrédulo, miró a su amigo en busca de respuesta. Por muy bastardo que fuera aquel noble, ¿cómo podía el hijo de un conde tan poderoso desconocer cosas que ni él ignoraba? Pero su amigo esta vez no fue su voz.

─ Explícaselo tú Froilán, tranquilo, no te faltarán palabras.

Espoleado por su amigo, como era algo a lo que siempre había puesto oreja y sentidos, arrancó.

─ ¿Nadie te ha explicado la leyenda de Excalibur? ─Preguntó incrédulo Froilán al de Lemos─

─ ¿Desde cuando necesitan explicaciones las tonterías? ¿Quién en su sano juicio puede creerse lo de una espada clavada en una piedra o en un yunque y que tan sólo el elegido la puede extraer, mientras los demás por muy nobles y fuertes que sean ni la mueven? Te advierto que yo soy de los que piensa que una buena espada no tiene más nobleza que la que le otorga la mano que la empuña, pues no hizo la Tizona famoso al Cid, ni Excalibur a Arturo, ni su espada a Nuada, ni la Vengadora a Gragarach, ni siquiera, la que, según cuentan de un sólo tajo podía cortar los picos de tres montañas, dio fama al rey Fergus, fue su brazo y su cabeza quien hizo famosa su espada y no al revés.

─ Nadie pondrá en duda la importancia del que la empuña, pero no me dirás que a la hora de elegir, tú que puedes, no pagas el mejor acero y de eso habla la leyenda. ¿Se lo explico? Pidió permiso Froilán.

─ Claro.

─ Las leyendas tan sólo son una forma de narrar unos hechos para hacerlos más amenos, más fáciles de recordar. Estamos hablando de las antecesoras de la falcata y de la gladius, espadas legendarias ya en tiempos de Anibal y luego adoptadas por las legiones romanas. La fábula de Excalibur nos cuenta como un herrero como mi padre, gracias a la fundición de la roca apropiada, extrae el hierro del que elabora el acero, y luego la espada que, como prueba suprema, colocada sobre su cabeza tirando de ella doblará hasta que la punta y la empuñadura toquen sus hombros y soltada retomará su forma natural. No creo que te resulte difícil entender que aquel que consiguiera el mejor metal fuese elegido rey.

─ Sea cierto o no, no suena descabellado, explícate.

─ El herrero en su forja, de la piedra, el fuego y el yunque tan sólo extrae quebradizo hierro. El brillante y poderoso acero sale de hundirlo luego en la tierra y más tarde en el agua, pero no todas las aguas son iguales, el fondo de las tranquilas aguas de los lagos, donde los lodos son los dueños, son las mejores. Por eso mi padre hace un año forjó esas cuatro hojas, y aun al rojo vivo, siendo hierro que no acero, las enterró durante seis meses en la madre tierra, en Ávalon, para que se embebiesen de sus propiedades. Su abuelo, mi padrino, dice no sé que de ciertas sales que hay en algunos tipos de tierra. A los seis meses las desenterró con una gruesa capa de orín. Un par de martillazos en frío a cada una fueron suficientes para que aquello que era la debilidad del hierro, y que durante aquel sueño había aflorado a la superficie, se desprendiera de las hojas. Volvió estas al fuego y después de ponerlas al rojo las martilleó, dobló y estiró al menos siete veces; y luego, aun llameantes, las tiró en la laguna de donde la dama del lago, después de otros seis meses, se las devolvió con mejores propiedades de las que ya tenían.

─ Si la generosa dama del lago se las ha devuelto con tan buenas propiedades, ¿por qué las está volviendo a trabajar?

─ El último temple se lo dará con el líquido que templará nuestro carácter, la sangre de los toros después de que lave nuestra cobardía en el bautizo del taurobolio.

─ Lo de la funda que la dama del lago le da a Arturo para que la espada no le hiera, no me ha quedado del todo claro. ¿También puedes explicarme eso?

─ Las propiedades cortantes que la dama del lago le otorga al acero se distribuyen en una fina capa; por eso, por muy buena que sea una espada, con el tiempo, tiene que volver a la forja y luego pasar otros seis meses a dormir con la gran señora.

─ ¡Vaya! Y yo que tenía entendido que era una funda de zalea con la lana sin lavar.

─ Ya me dirás tú qué tiene que ver la dama del lago con las ovejas. La zalea sin lavar mantiene la grasa de la lana de la oveja, si de ella haces una funda impedirá que durante años el acero de tu espada oxide y pierda su brillantez. Al cabo de los milenios, las leyendas, de tanto ir de boca en boca, nada tiene de extraño que nos lleguen un tanto distorsionadas. Además te diré que la leyenda no se refiere a esa funda, te lo explicaré. Mientras los herreros no dominaron el arte del templado, una buena espada no estaba hecha de una sóla pieza, pues cuanto más cortante era el acero más quebradizo se volvía, por eso llegaron a la conclusión de hacer un alma interior resistente a los golpes, luego hacían una funda del más cortante acero y en ella introducían el alma de la espada, haciendo del conjunto la unidad. Si ya sé, la funda que la dama del lago le regalaba era para evitar que el dueño de la espada se hiriese, eso dice la leyenda. Dime, ¿qué crees que le pasaría al guerrero si en pleno combate se le rompe la espada?, ¿serían sus heridas culpa de la espada enemiga o de la propia?

─ Contéstame a esta otra pregunta. ¿Por qué la espada tiene que volver al lago y no a la tierra?

─ Las propiedades que la tierra le otorga empapa la hoja hasta sus entrañas de forma permanente, por lo que a la tierra sólo volverá en compañía de su dueño.

Su amigo le dio una palmada y otra al de Lemos, y mirando al cielo al tiempo que preguntaba, exclamó con admiración:

─ ¡Oh dioses! ¿A que se ha explicado bien mi hosco amigo?